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27 diciembre 2011 2 27 /12 /diciembre /2011 09:21

Mi padre, Jesús Parrina, también decía cosas, pero eran “harina de otro costal” no había posibilidad de hacerse el remolón con lo que él decía. Se definía como negociante, es decir, que se dedicaba a hacer negocios, y era verdad, siempre tenía algún negocio en mente, yo añadiría además que era  un gran pensador, pensaba mucho. Fue carbonero -jefe de cuadrilla; le gustaba mandar, no que le mandasen,  piconero, minero, frutero, carnicero,PADRES-PEDRO-2.jpg a tiempo parcial, cuando no estaba la Pepi, el Manolo o más tarde el Susi, y regentaba el bar, pero no era camarero, para eso estaba yo, y sobre todo dedicaba mucho tiempo a los viajes, viajaba mucho a fin acarrear  productos para las tiendas, matanzas –animales para sacrificar- cerdos, corderos, cabritos, gallinas y pavos para Navidad, e incluso alguna vez terneros o vacas, pero esto solo era posible cuando los vacunos sufrían alguna lesión que les impedía seguir viviendo.

Al igual que mi madre también solía lucir un mandil, pero en su caso blanco, que hacía juego con su pelo cano, y en la boca un cigarro.

 Papa -como nos dirigíamos a él, sin artículo ni acento- era el segundo de once hermanos, él si tuvo tiempo para envejecer, quizá a consecuencia de sus enfermedades, operaciones varias, al tabaco, el café y algún botellín de cerveza que otro, no bebía mucho pero como sólo tenía un riñón enseguida le hacía efecto. Nos dirigía a todos nosotros, uno a matar los animales para la carnicería, otro a echarles pienso y agua, a llevarles a pastar, otro al bar de la piscina, otro al de la plaza, a la venta ambulante por los numerosos caseríos y fincas, y si sobraba alguno se lo llevaba de acompañante, normalmente al más pequeño.

Era bondadoso, fuerte como un roble, protector de los suyos, y bastante sentimental; aquello que no conseguíamos de mi madre se lo sacábamos a él, un helado, unas perras para ir al gallinero del cine Capitol. El tabaco solíamos cogerlo directamente del estante sin su conocimiento, o sí. Fumó Goya durante mucho tiempo, también Kaiser que era más barato, y Ducados por los más años, nunca fumó Celtas, ni cortos ni largos.

A veces nos llevaba al rio para que nos bañásemos y cenáramos, nos llevaba a Trujillo, “trujillete” como él decía, que rima con pastelete -al que le acompañaba le compraba uno- muchas otras veces nos “llevaba al huerto” con sus historias, la mayoría inventadas; brujas, monos, diablillos, historias de una tal perra Zaraguntina que roía un hueso, que nos repetía una y otra vez, mientras canturreaba, etc…

También tenía huerto, de los de verdad, con melones, sandías, tomates, pimientos y todo lo que pensaba que era bueno para nuestro sustento, las mayores extensiones las dedicaba a la alfalfa, a la cebada, al centeno o al maíz, fresco para consumo animal o seco para el invierno. Además nos acarreaba todo tipo de animales exóticos como conejos enanos, gallinas de Guinea, pavos reales, entre otros, quizá para que nos fuese más ameno tanto trabajo.

Mi padre era ante todo honrado, y eso aprendí de él, la rectitud, el que no hable mal de uno, a pesar de que esto es inevitable, a ser correcto, decente.

-No cojáis nada de nadie. –Decía.

 Y sobre todo aprendí a acarrear cosas para casa; a coger espárragos trigueros, a cazar, de noche, ranas en las charcas con una linterna y un palo con la punta plana, nos íbamos junto al señor Gregorio, el de la piscina, y traíamos muchas, luego el problema era cortarles la cabeza y desollarlas, esa función la hacía yo, y no me importaba porque había oído en la tele que las ancas de ranas eran uno de los platos más exquisitos en Paris, y allí, en Logrosán, por aquel entonces, las había en abundancia. Acarreábamos cardillos para el escabeche de Semana Santa, perdices, que cazábamos al puesto, conejos y liebres, barbos, lucios y otros peces del rio cubilar.

Así, entre lo que decía y dice mi madre y lo que decía mi padre uno se va formando la idea de cómo se debe ser, y lo que aprendes en las escuelas, nuevas o viejas, y lo que oyes en el bar Victoria, y en la iglesia parroquial de San Mateo, que entonces pastoreaba Don Santos -esto formará parte de otro capítulo porque es muy extenso- Uno va formando su personalidad, se va dando cuenta, poco a poco, de que se dicen muchas cosas y, otras muchas, se practica lo contrario de lo que se dice, y te sorprendes e intentas analizar los porqués.

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17 noviembre 2011 4 17 /11 /noviembre /2011 06:46

52 Tras la tormenta

La plaza de la torre no tiene torre, no hay arroyo en la plaza que lleva su nombre, la de la fuente no tiene fuente, en las palmeras no hay palmeras, el helechal no tiene helechos ya, pero regreso. Una y otra vez, regreso a los paisajes de mi memoria, al despertar pueril, a la razón del hombre, a los sentimientos de la pubertad, a la pasión del aprendizaje, a la conciencia de la amistad, al descubrir sexual, limitado entonces por la fuente del depósito y la cancha de los estudiantes, y a toda esa creación de uno mismo y formar parte de la de otros que solo ocurre una vez, y, aún así, emprendí la huída.

Frente a mi casa y el ayuntamiento se encontraba la pista de despegue, con dirección a la torre donde no hay torre, una vez que los aviones estaban en el asfalto, tomar impulso y despegar sólo era cuestión de deseo y de fuerzas, la orden llega  directamente del estómago y recorre, como con una especie de autorización eléctrica, todo el cuerpo. Si todo salía bien, cosa que nunca ocurrió, terminaría sobrevolando el tejado del bar la Parada. Con los años entendí que las pistas de despegue no pueden tener inclinación sino que deben ser completamente planas, no obstante, así lo imaginaba;  extendía los brazos y corría carretera abajo intentando escapar cuando aquella imperiosa necesidad de volar me desbordaba. A veces, también barajé la posibilidad de hacerme invisible  y subir a una de las “doaldis” que finalizaban su recorrido en Madrid, permitían la bajada y subida de viajeros justo enfrente, pero aún así prefería los aviones; asomaban por la sierra de San Cristóbal, sobrevolaban nuestras cabezas y desaparecían  por las Villuercas con destino a nadie sabe dónde. ¡Cuánto deseé tomar uno de aquellos artefactos voladores e ir donde ni yo mismo supiera!

 

Ser extremeño era uno de los pro; la necesidad de descubrir otros mundos, patear más allá del Palomar o del puente Jinjal, desenmascarar los caminos a donde se dirigen cada una de las desviaciones de la carretera que atraviesa el pueblo de Logrosán, de este a oeste y viceversa. La juventud, su irracional impulso, la duda o el desconocimiento, entre otros, eran algunos de los contra.

Tras mucho insistir sobre la necesidad de salir de aquel lugar, contaba mis 17 años cuando, por fin, subí a un autobús cuyo destino tiene apellido “de mar”  Lloret, en la provincia de Gerona, trabajaría durante los meses estivales en la pizzería “Mortadelo” en jornada de 12 horas de lunes a domingo, por la nada despreciable cantidad de 40.000 pesetas -unos 240€-, alimentación incluida, aunque nadie me advirtió que  esta consistía exclusivamente en productos de la pizzería y poco más. El alojamiento era gratuito, en la casa alquilada por la entonces novia de mi hermano Susi que trabajaba en esa localidad,  tener alojamiento y protección fue lo que determinó en decidir a mis padres para concederme permiso. Aquí comenzó mi largo trasiego por pueblos, ciudades, capitales, tanto españolas como extranjeras como Barcelona, Sevilla, Santiago, Roma, Paris, Varsovia, Maputo o Nueva York, entre otras.

Me vencía la curiosidad, como a cualquier niño,  pero la mía era excesiva, quizá, e inusual, con todo aquello que tuviera que ver con el arte me quedaba absorto, museos,  música clásica, teatros, por el contrario, no tenía mucho interés por el futbol. El Guernica de Picasso y  cuál era el significado de aquel lienzo, la última extravagancia de Dalí y el interés mediático que despertaba, la película de estreno, aquellas que nunca llegaban al Capitol, o al cine de verano, las grandes ciudades con  la barahúnda de gente, coches yendo para yo que sé dónde y la inmensa cantidad de luces que salpicaban sus noches como si de estrellas se tratase, y me decía –tengo que comprenderlo,  que verlo,  que vivirlo-.

 

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29 septiembre 2011 4 29 /09 /septiembre /2011 07:22

Lo de bocadillos bajo el nombre –supuesto reclamo  turístico- me parecía fantástico, a pesar de que normalmente no los había, ni tampoco turistas.  Aquel pequeño bar con vistas a la plaza de España  esquinado con la calle del Consuelo se encontraba en el centro neurálgico del pueblo, frente a la gran plaza rodeada por  balaustras de piedra en tres de sus lados y, en el otro, a un nivel superior, los “poyos”, utilizados como asiento para observar el cuadrilátero ajardinado perfectamente delimitado por  setos regulares en forma trapezoide y  que culminaban en cuatro arcos de capitel en cada uno de los cuatro accesos. Los pasillos enlosados  transportan hacia el pilón, una fuente de piedra circular de cuyo centro emerge una pilastra coronada por otra de menor tamaño, de ésta cuatro caños vertiendo  agua, a chorros, incesante, y coronando todo el conjunto una gran bola del mismo material. En el interior de cada uno de los trapecios, rompiendo la geometría, a modo de pinceladas, majestuosos rosales de vistoso colorido y agradable perfume rubrican el lienzo que tuve frente a mi ojos, los primeros años.

 El pasado siglo, un dos de marzo, martes de carnaval -importante detalle-, mi padre pedía a los clientes que abandonasen el local y se diese aviso a la comadrona, nuestra vecina tres puertas arriba, porque mi madre tenía las primeras contracciones de parto.

De haber tenido conciencia hubiese esperado hasta después del miércoles de cenizas con el fin de evitar aquel mal trago;  la partera, curiosas y ayudantas disfrazadas con las más variopintas vestimentas,  harapos, refajos, y todo lo que habían desempolvado de los viejos baúles. Nada más terminar los dolores y una vez fuera, se reabrió el local a los clientes para hacer caja. Mi primera visión fue totalmente Almodovariana, y por supuesto que, entre tanto travestido, no conseguí distinguir la imagen de mi progenitor.

¿En qué mundo había desembarcado?

–Aún hoy mis amigos dicen que soy raro-.

El bar Victoria era también nuestro hogar, desde allí vi pasar -me consideraba un simple observador- los primeros años. No recuerdo ni entiendo exactamente cómo fue posible que siendo ya seis hermanos nos acomodáramos todos en aquel pequeño habitáculo, los mayores Manolo y Susi dormían entre sillas de formica marrón claro jaspeado, en principio eran 5 y luego aumentaron a 7 en reciprocidad al aumento de estatura; era fácil, se enfrentaban los culos de las sillas en número par, otra hacía las veces de cabecero y encima se extendía un colchón de pura lana virgen. La Pepi dormía sola por ser la mayor, los demás;  la Carmini, Carlos “Carlancho y yo dormíamos en la sala, que también hacía las veces de salón y comedor, en un colchón que encajábamos en el suelo junto a la cama plegable de mis padres, una maravilla de la ingeniería que con el tiempo fue mía.

A través de las rendijas de la puerta, cuando aún no había quitado los contrafuertes de madera que protegían los cristales o bien a través de éstos, observé y observé el gran escenario, el discurrir de las gentes arriba, abajo, el trasiego de jamelgos, el carro de la basura tirado por una mula, mujeres con  cestos de mimbre a la cabeza repletos de ropa con dirección al Helechal –que no tiene helechos-  que es el lavadero municipal, las aguadoras esperando turno para llenar los cántaros en la hoy restaurada fuente de los caños y, entre otros míticos personajes, Teresa Mordijuye,  a la que no puedo dejar de hacer mención pues cada día cruzaba por mi puerta arrastrando una de sus piernas y empujando aquel carromato que a duras penas aguantaba el peso del cargamento de barras de hielo o los rollos de películas que se iban a visionar el domingo siguiente en primera sesión y el posterior jueves en segunda, al heladero, al pregonero, al afilaor, al butanero, entre otros.

Todo pueblo que se precie de tal debe tener su “Pepeleches” y, por supuesto, como no podía ser de otro modo, el mío, con categoría de Villa, lo tenía. Vivía justo enfrente, era hijo del farmacéutico Don Juan, a la derecha una las casas señoriales la de Don Alfonso el médico, justo al frente, la gran fachada blanca del ayuntamiento que ocupa en su totalidad el lado derecho con la torre del reloj que culmina con el pararrayos, al fondo la gran balconada con arcos y debajo los soportales, refugio y lugar de encuentro para juegos de los otros niños al salir de las escuelas, continuando el cuadrilátero hacia la izquierda una moderna casa de cuatro alturas, que en su planta calle poseía el único escaparate hasta el momento, hacía las veces de tienda tipo rastro, Don Amaro el practicante, la casa de Don Carlos  de cuya fachada cuelga un escudo en piedra ribeteado con diez cabezas de moros a modo de trofeo, y la retahíla de bares, el de Diego Batalla, forofo atlético, justo encima en el primer piso la discoteca de Tomás, el de los Pajotes, el de Trebejo cuya fachada estaba totalmente abaldosinada , y después el de Cirilo que también regentaba “el baile” donde se celebraban  bodas. Entre los habituales al Victoria,  Pepe Erre, consumidor diario de chatos, Don Alejandro Audije sólo domingos y fiestas de guardar, un botellín, al igual que El señó Tomás, el zapatero.

Los bares de alrededor de la plaza instalábamos en la calle, durante los meses de verano, mesas y sillas como  terrazas, algunos turistas despistados que se dirigían hacia el monasterio de Guadalupe efectuaban una parada de avituallamiento, este hecho me proporcionaba mucha información, por ejemplo el contacto con otros idiomas, sobre todo franceses. En una ocasión un matrimonio y una niña de color -negro- se sentaron en una de las mesas, era la primera vez que veía al natural alguien negro y he de decir que me sorprendió aquella visión, vestían incluso elegantes, no eran para nada como se les veía por la tele, descalzos, semidesnudos y hambrientos, o como en la serie  de kunta kinte “Raíces”. Pero lo que más llamó mi atención fue que hablaban alemán, lo sabía por las películas de nazis, en el caso del matrimonio podría ser lógico pero… y la niña. ¿Cómo podía haber aprendido alemán si sólo tenía tres o cuatro años y, además, era negra? Yo suponía que todas las personas hablaban español y no entendía por qué extraña razón hablaban un segundo idioma, ésta y otras incógnitas me decidieron a emprender la huida.

19 Ayuntamiento

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17 septiembre 2011 6 17 /09 /septiembre /2011 07:14

enriqueta-058.jpg  

15 La luz se hizo

 

 

 

Era mi madre –la andaluza-, por entonces, una señora que no tenía tiempo para envejecer, poblaba su no muy espesa cabellera, además de un gran ingenio para mantenernos alimentados y vestidos, pelo corto moreno fino, su suave piel sin vello -para envidia de las demás-  olía a puchero, a natillas y a arroz con leche. Siempre arremangada, colgaba sobre su cuello, y anudado a la espalda,  un mandil a cuadros azul o verde, haciendo juego con las cortinillas del aparador, con bolsillos donde escondía la llave de la despensa.

Recuerdo que, en aquella época, sus mejillas me eran inaccesibles, no resultaba fácil darla un beso porque siempre estaba ocupada, de pie, no se sentaba porque no tenía tiempo sino para comer, o coger al más pequeño entre sus poderosos brazos, –para envidia propia- desabrocharse la blusa, y amamantarle; primero un pecho, después el otro.

Cuando despertábamos, hacía tiempo que ella estaba en la cocina frente a  grandes perolas de porcelana, hirviendo leche, azuzando el fuego al cocido, las lentejas o los habichuelos, que eran el pan nuestro de casi todos los días, a veces, patatas con huesos, y otras, las menos, un plato de filetes con huevos fritos, sin ajetes o cebolleta, ni tampoco pasados por agua; ésos solo los come uno cuando es padre. Según reza el refrán y según dice mi madre “Cuando seas padre comerás huevos”.

-Mi mama –sin acento en la a- me mandaba a los recaos para lo cual estaba, y estoy, dispuesto.-Dice mi madre que se lo apunte. -Le decía yo al tío Francisco el del comercio de la esquina, tirando parriba por la calle del Consuelo, o al de los ultramarinos, o al tío Carrasco, o al tío Marica –el del café cubano-.

-Dice mi madre que esta tarde no puedo venir a la escuela porque tengo que ayudar en casa. –Le decía a doña Tili la de religión, o a doña Inmaculada la de música y plástica, o a don Alonso, o a doña Consuelo-  Yo sólo podía asistir a clases consideradas importantes: lengua, matemáticas, historia, ciencias y, a veces a francés, no siempre.

“Dice mi madre” se convirtió en mi genio de la lámpara maravillosa, en la todopoderosa frase con la que conseguir aquellas cosas que creía necesitar; iba donde lo vendían y: -dice mi madre que se lo apunte-.  En excusa para hacer novillos –dice mi madre que no puedo venir mañana, o esta tarde-. En mi escudo protector –dice mi madre que te vas a enterar cuando te pille-.

A ella acudíamos para que nos quitase las lombrices, esa era otra de las pocas ocasiones en las que, sobre una pequeña y desvencijada silla de enea, se sentaba; nos bajábamos los pantalones, o la Carmini se subía la falda, y nos dejábamos caer sobre sus poderosas piernas, boca abajo, con el culo en pompa, ella cuidadosa, con un imperdible o una horquilla nos aliviaba aquel escozor insoportable.

En otras ocasiones acudíamos a mama – sin el artículo la- para que nos aliviase los sabañones con algún ungüento  refrescante, para tomarnos el calcio 20, que según decían era bueno para fortalecer los huesos, o para ver cuál de nosotros reunía el valor suficiente para sustraerle temporalmente la llave de la bodega donde guardaba los dulces y, constantemente, unos tras otro para preguntarle ¿qué había de comer?

 –Arroz y gallo muerto, o, -Si tienes hambre cómete la lengua, la tienes en la boca.

Hoy día, mi madre –la Enriqueta- dice que no tiene tiempo, quizá debido a que no encuentra alivio para los dolores de huesos consecuencia de las enfermedades que le han tocado en suerte; entre otras, la autoimpuesta soledad, de quién no quiere ser una carga para los demás, y, de quién es conocedora de su genio.

Ojalá pudiese, con una horquilla o un imperdible, aliviarla ese insoportable “rescozor” -Una madre es para nueve hijos, pero nueve hijos no son para una madre –dice mi madre-.

 

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  • Vivo por envidia al incondicional amor que me profesan unas pocas personas, mi madre, mi pareja, mis hermanos. Escribo corroído por la envidia creativa que me provocan  Neruda, Benedetti, Lorca, Cervantes, Gloria Fuertes, etc..
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